por Héctor Daniel Massuh para LA NACION
OCTUBRE 10 DE 1990
Usa 1930
“ NO HAY MOTIVO ALGUNO para preocuparse, la alta marea de la prosperidad continuará …”, decía Andrew W. Mellon, máximo responsable de la política económica y financiera del presidente Coolidge, meses antes del 24 de octubre de 1929, día del “ gran derrumbe” de la Bolsa de Valores de New York. Tiempo después, cuando fue evidente la magnitud de la crisis, Mellon recomendaba sin pudor al presidente Hoover que la mejor política era “liquidar el movimiento obrero, liquidar las existencias, liquidar la propiedad inmobiliaria” y así “eliminar la podredumbre de la economía”.
La Gran Depresión norteamericana duró diez años. En 1941 el valor de la producción en dólares fue menor que el valor de la de 1929. En la década del 30 al 40 sólo en una ocasión, en 1937, el número de desocupados descendió a ocho millones .En 1933 había en los E.UU. casi trece millones, de modo que una de cada cuatro personas del total de la fuerza del trabajo estaba sin empleo.
Mellon era la expresión de un grupo de economistas ortodoxos, quienes además de tener el respaldo del cuerpo entero del pensamiento organizado y de la doctrina económica e los últimos cien años, gozaban de prestigio y de influencia en las decisiones económicas y de gobierno. No obstante fueron incapaces de encontrar soluciones eficaces para la más grave crisis económica contemporánea. Esta era “una misteriosa y maligna fuerza que nadie sabia dominar”. Todos ellos estaban absolutamente convencidos de que la economía se autorregularía y de que la recuperación sería la consecuencia del ajuste y la contracción. Se necesitaba que los salarios cayeran aun más y que los impuestos se mantuvieran elevados para alcanzar el equilibrio presupuestario. La historia económica mostró años después aquella absoluta incapacidad para comprender el fenómeno de la recesión y el desempleo.
Keynes, refiriéndose a ellos despectivamente, calificó sus consejos como “las voces de los tontos y los locos”. Criticando en 1932 a la teoría clásica del equilibrio económico decía que esta, “ en su devoción una teoría el equilibrio autorregulado, permitió que los economistas erraran en sus consejos prácticos”. Y en una reivindicación del sentido común afirmó que “los instintos de los hombres prácticos fueron más válidos”.
Creo que hay puntos de contacto entre la gran crisis americana y la actual situación argentina. No sé cuántos, pero hay dos que me parecen notables. En primer lugar la economía norteamericana de los 30 se enfrentaba con un dilema. Se necesitaban altas tasas de interés para frenar la especulación bursátil y al mismo tiempo se necesitaban tasas bajas para impulsar la recuperación de la economía real.
En segundo lugar los economistas ortodoxos de entonces no pudieron entender la naturaleza de la crisis y en consecuencia fueron impotentes para recomendar políticas económicas que permitieran salir de la situación. Este es el tema central que trataremos.
La Argentina contemporánea
En la Argentina, lamentablemente, ha pasado y está pasando lo mismo. Nuestro país ha experimentado en los últimos quince años decenas de planes de ajuste y estabilización. Todos ellos, no obstante sus propósitos iniciales de reducir el gasto público y eliminar el déficit fiscal para así inaugurar una etapa de crecimiento con estabilidad, concluyeron en la aplicación exclusiva de políticas monetarias restrictivas y deliberados retrasos cambiarios.
Fueron todas versiones incompletas de un verdadero ajuste económico, que exige siempre ser global y simultáneo. Las altísimas tasas reales de interés, los inconcebibles y prolongados atrasos en el tipo de cambio y últimamente los precios del sector público sin precedentes internacionales causaron efectos devastadores sobre la economía en general y el sector privado en particular.
Muchos de estos planes, sólo ajustes a la criolla, fueron realizados con el apoyo y la complacencia de un nutrido grupo de economistas. Más aún, elaboraron toda clase e sofisticadas teorías para explicar lo que el sentido común no logra entender y, también, dar consistencia conceptual a lo que, en última instancia, no fueron más que simples manipulaciones irresponsables. Estos son los economistas del subconsumo.
Para estos, la recesión y la desocupación tienen siempre un efecto purificador. Cuanto mayor sea el sacrificio y la intensidad, más rápidamente ingresaremos en la prosperidad. Según su criterio, el ajuste económico tiene siempre un poder redentor y expiatorio de todos nuestros pecados. Por consiguiente, nunca el ajuste habrá sido suficientemente duro, nunca se habrá despedido suficiente gente, nunca la actividad económica habrá caído lo necesario y nunca las tasas de interés habrán sido suficientemente altas.
Los problemas concretos de miles de unidades económicas y de millones de personas son apenas una curiosidad técnica.
El “ajuste económico” es siempre un ajuste social, pero ellos olvidan que un “mal” ajuste económico es un “drama social” con desempleo, cierre de fábricas y marginalidad. Consecuencias suficientemente graves de medidas económicas que son tomadas y explicadas con el desenfado propio del que realiza un ejercicio puramente teórico.
Pontifican desde su infinita sabiduría económica con la serenidad y el aplomo de los que no tienen nada que perder. Por qué no decirlo, sienten un íntimo y secreto desprecio por aquellos empresarios a los que consideran siempre usufructuadores de grandes privilegios, irremediablemente ineficientes, holgazanes consuetudinarios, acostumbrados siempre a lucrar maximizando el precio y minimizando la cantidad.
Estos economistas libreempresistas, extraña paradoja, sienten por los empresarios un rechazo no menos intenso que el que a fines del siglo pasado sentían sus colegas socialistas o marxistas. Al igual que ellos y con el mismo empeño contribuyen a difundir la imagen del empresario incapaz de competir, de contribuir al crecimiento económico y de modernizar la nación. Más aún, están convencido de que la ineficacia empresarial es la causa más notoria del estancamiento y el empobrecimiento generalizado. Como verdaderos predicadores de una fe debilitada irrumpen cotidianamente en todos los medios de la comunicación social, diarios, TV, coloquios, simposios y foros, multiplicando obsesivamente sus consejos y advertencias, sus severas admoniciones y reprimendas y sus impecables análisis de coyuntura.
Estratégicamente ubicados en el microcentro porteño, deliberadamente lejos de las concentraciones industriales, los economistas del subconsumo evitan enturbiar la claridad del análisis económico con el ruido ensordecedor de las máquinas, con la visión de muchedumbres desprolijas y ámbitos inhóspitos.
Poco les importa que los empresarios argentinos deban enfrentar las condiciones más adversas. La inexistencia de créditos en condiciones de tasa y plazos razonables, permanentes oscilaciones cambiarias, legislaciones laborales que obstaculizan la producción y el trabajo, servicios públicos que no funcionan y que son caros, burócratas que se multiplican hasta el hartazgo y reglas de juego que se modifican a cada segundo y que han transformado nuestro país en un verdadero manicomio. Siempre será una ruleta rusa determinar si lo conveniente será exportar, importar o vender en el mercado interno; tomar un crédito o colocar fondos; aumentar la producción o reducirla; invertir en equipos o vender todo lo que se tiene para colocarlo en plazo fijo. Nadie sabrá nunca por qué ganó o perdió con su decisión en un juego signado por el azar y la locura colectiva.
Excesivamente adeptos a las generalizaciones, pocas veces han dejado de lado el análisis de los grandes agregados económicos para involucrarse en temas que consideran de menor cuantía. El estudio poco profundo de problemas específicos y urgentes hace que su contribución sea escasa con relación a temas impositivos, a economías regionales, de comercio exterior, previsionales, de comunicaciones y transportes.
Qué importante sería contar con no menos de veinte expertos económicos de primer nivel dedicados a cada uno de estos temas para desarrollar el potencial de la economía argentina; sin embargo, los economistas en cuestión concentran prioritariamente su atención en la evolución de los indicadores financieros y relativizan los indicadores de producción. Así, las fluctuaciones en la circulación monetaria, en el valor del dólar y en la paridad de los bonos externos tienen una importancia mayor que la caída de la producción industrial, el descenso de las exportaciones o el aumento del número de desocupados. Por esta razón miden la eficacia en el corto plazo de cualquier medida económica en relación a la repercusión que ésta haya tenido en la city porteña.
Gobierno y confianza
Muchos gobiernos han cometido el mismo error, tratando de inspirar “ confianza” tanto a los economistas del subconsumo cuanto a los permanentes especuladores. Sin exagerar se podría decir que se ha gobernado pensando en ellos y procurando obtener su aprobación, menospreciando el impacto que sus medidas producían en los industriales, los productores agropecuarios, los trabajadores y también en las instituciones financieras que asumen el riesgo de prestar al sector privado y financiar el desarrollo económico de la nación. No comprendieron que la “confianza” debe inspirarse precisamente en estos, porque en definitiva es la “confiaza” que importa.
Los economistas deben colaborar en el diseño del país que la mayoría desea: con fábricas que funcionen a ritmo febril, campos sembrados hasta el último centímetro, modernos camiones que transporten productos de un lado a otro, supermercados y comercios abarrotados de gente que vende productos cada vez más sofisticados, centenares de edificios en construcción que se levanten a lo largo de toda la República, con el ahorro canalizado a inversiones productivas a través de un sistema financiero sólido y eficiente. En definitiva, con gente optimista y confiada en una sociedad próspera y llena de oportunidades en donde cada año por venir será mejor que el anterior.
Nuestros economistas deberán contribuir de una vez para siempre a descifrar el gran drama argentino: el misterio hasta ahora no develado de ser pobres en la abundancia.