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Acuerdo del Bicentenario

Por Héctor Daniel Massuh Para LA NACION

SÁBADO 20 DE SEPTIEMBRE DE 2008

Domingo Faustino Sarmiento, grande entre los grandes, en su casa del Delta del Paraná, junto al río que hoy lleva su nombre, escribió: “Nacido en la pobreza, criado en la lucha por la existencia, más que mía de mi patria, endurecido a todas las fatigas, acometiendo todo lo que creí bueno y coronada la perseverancia con el éxito, he recorrido todo lo que hay de civilizado en la Tierra y toda la escala de los honores humanos, en la modesta proporción de mi país y de mi tiempo; he sido favorecido con la estimación de muchos de los grandes hombres de la Tierra; he escrito algo bueno entre mucho indiferente; y sin fortuna, que nunca codicié porque era bagaje pesado para la incesante pugna, espero una buena muerte corporal, pues la que me vendrá en la política es la que yo esperé, y no deseé mejor que dejar por herencia millares en mejores condiciones intelectuales, tranquilizando nuestro país, aseguradas las instituciones y surcando las vías férreas el territorio, como cubiertos de vapores los ríos, para que todos participen del festín de la vida del que yo gocé sólo a hurtadillas”.

En este memorable texto, en el crepúsculo de su vida, el ilustre sanjuanino vislumbraba, a la distancia, esperanzado, la consolidación de una nación moderna, integrada, próspera y desarrollada.

No era el pasado de luchas civiles y encarnizados desencuentros lo que movilizaba sus reflexiones. Era la idea de la gran Nación, que imaginaba para el futuro, lo que inspiraba su entusiasmo patriótico. Comprendía, y su experiencia de vida le confirmaba, que el pasado tendía a paralizar y el futuro a movilizar.

Es esa necesidad de recuperar el futuro la que reclama que el llamado Acuerdo del Bicentenario, que deberá establecer principios fundamentales y respetados por todos, tenga que ser necesariamente político y preceder al económico; y no al revés. Porque será lo nuevo, y la clave del mensaje que se transmitirá a la sociedad, para consolidar la unidad nacional y garantizar la estabilidad futura de las instituciones republicanas y de los instrumentos a ser creados.

Debe ser un pacto fundacional de reconciliación y comprensión recíprocas, con obligaciones asumidas en forma permanente y no coyuntural. Habrá que asumir con franca autocrítica que los fracasos institucionales han sido responsabilidad de toda la clase política, sindical y empresarial.

Este acuerdo debería incluir obligaciones para las autoridades de resolver, entre otros, problemas urgentes, como los derivados de una insatisfactoria coparticipación federal de impuestos, renunciando, por ejemplo, a parte de recursos federales a favor de las provincias y poniendo fin a la ya innecesaria delegación de facultades legislativas a favor del Poder Ejecutivo.

Pero, al mismo tiempo, un compromiso de la oposición, que debería asumir una actitud constructiva y comprensiva de las complejidades de gobernar; de lo difícil de manejar el poder con sabiduría y firmeza a la vez, al punto que algunos de los que están ahora de aquel lado del mostrador fracasaron con mayor o menor estrépito, tal vez por la recurrente incapacidad de trabajar en común.

Gestionar en democracia lleva, casi necesariamente, en algunos casos, a tomar decisiones coyunturales que a veces son odiosas y, en ocasiones, contradictorias para algunos sectores, que en principio sólo deberían ser entendidas como adoptadas a favor del bien común por quienes han sido legitimados para ello en las urnas.

Los turnos electorales de la democracia y los mecanismos constitucionales existentes para defender y reclamar nuestros derechos son el único reaseguro contra eventuales arbitrariedades.

Este debería ser, a mi juicio, el espíritu que presida el acuerdo del Bicentenario. No deberíamos confiar sólo en la recuperación de la economía o en la reducción de la pobreza y la marginalidad, siempre obligatorias. El verdadero desafío radica en el aprendizaje político de comenzar a trabajar en común. Todo lo demás vendrá por inexorable añadidura.

¿Por qué no aspirar entonces a un pacto como el de la Moncloa, firmado en Madrid en octubre de 1977, sobre el que mucho se habla y poco se sabe? Aquél fue un pacto exclusivamente político, firmado por todos los partidos con representación parlamentaria, al que luego adhirieron las organizaciones empresariales y sindicales. El mismo sentó las bases de las nuevas instituciones y lo que se llamó, en su primer punto, el Programa de Saneamiento y Reformas de la Economía. Es considerado unánimemente como una respuesta inteligente de la dirigencia de ese país para superar el retraso y poner fin al oscurantismo franquista. Esto puede sonar, para nuestro país, como una utopía, pero recientes y muy ricas experiencias de debates y consensos en el Congreso nos mueven a ser optimistas.

La prioridad del acuerdo político no niega la necesidad del económico-social, sino que es su principal sustento. En todos los períodos de transición, en los que se requirió recuperar una sólida infraestructura física, social y productiva, se acudió a este tipo de acuerdos, como lo demuestran la citada experiencia española, así como de países como Inglaterra, Francia, Bélgica o Alemania.

Ese ámbito de diálogo económico-social contribuyó a lograr los consensos necesarios entre las organizaciones empresarias y de los trabajadores, los que generaron instrumentos económicos que alentaron la inversión e impulsaron un desarrollo integrador, con inclusión y distribución equitativa de la riqueza. También permitieron recuperar salarios en relación a la productividad general de la economía, evitando presiones inflacionarias.

En estas reflexiones radica nuestra confianza en lograr el acuerdo, que el país necesita y reclama, hacia el Bicentenario. Tal vez podamos apoyarnos esta vez en los mejores pensadores y en las enseñanzas de la historia, propia y externa, sin criterio paralizante. Sólo así podremos aprender a construir juntos, en armonía, la gran Argentina todavía postergada y con la que soñaban nuestros próceres.

Hoy, tanto las condiciones nacionales como las internacionales se nos muestran relativamente favorables. Se trata de una oportunidad imperdible, que no sabemos si volverá a repetirse, para que todos aspiremos a acceder a ese “festín de la vida”, del que el gran sanjuanino -como otros grandes hombres, a veces desde trincheras antagónicas- sólo pudo gozar a hurtadillas.

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