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“Industricidio” y renacimiento

Permítaseme otra vez un neologismo. Los lectores de LA NACION seguramente recordarán que dieciséis meses atrás me justifiqué también por la utilización de otro: “financierismo”. Definía entonces de manera inequívoca una conducta, y ahora lo hago con su consecuencia: el “industricidio”. Ambos términos están unidos en el país por una lamentable y lógica relación de causa-efecto. Decía en aquel artículo que el genuino emergente del capitalismo era y es el empresario que asume riesgos y abraza el espíritu del trabajo, de la innovación y del crecimiento económico. Hoy la dificultad ya no es el marxismo, y ni siquiera la existencia de un Estado paternalista ineficiente. Porque ambos demostraron su fracaso. Hoy nuestros problemas responden a otros sujetos que dieron forma a la decadencia económica: el rentista que cree que sin trabajar se puede generar indefinidamente riqueza; en los políticos y economistas que suponen los problemas económicos sólo pueden resolverse con ajustes económicos y no comprenden que la prosperidad económica es consecuencia de una acumulación de bienes y realizaciones y no de la multiplicación de palabras estériles.

La Argentina fue sin dudas un país con una industria fuerte. Desde fines del siglo XIX y principios del XX habíamos sumado a la monotonía agroexportadora de bajo valor agregado y escasa mano de obra, un incipiente desarrollo con prosperidad y progreso social colectivo. Amanecía la industria liviana, ligada a los alimentos hasta 1930 y más tarde a la producción metalmecánica y textil. Desde entonces hasta los 50 avanzó la industrialización por sustitución de importaciones, aprovechando la crisis mundial, para llegar a los finales de los años 60 a una economía y una industria más complejas. Hay que insistir en ello para vencer la desmemoria, a veces interesada: hubo una Argentina industrial.

El país tuvo una poderosa industria ferroviaria, con fábricas de vagones, locomotoras, generadores, y todo tipo de equipamiento que se exportaban a toda Latinoamérica; una industria naval que construía desde buques cargueros de ultramar hasta embarcaciones fluviales; una industria aeronáutica que exportaba aviones y helicópteros de uso militar y civil; una industria de máquinas herramientas altamente desarrollada que exportaba a los Estados Unidos, Canadá, Australia y América latina; una industria del calzado con capacidad instalada para 250 millones de pares, con producción de excelente calidad que se exportaba -en un 20%- a Estados Unidos, Europa y América latina; una industria textil que ya en los años 60 abastecía la totalidad del consumo interno de fibras y tejidos para la vestimenta y exportaba casimires a los mercados más exigentes del mundo. La Argentina, finalmente, y para cerrar una interminable lista de ejemplos, tuvo una industria editorial que la transformó en uno de los líderes mundiales en la producción de libros y demás publicaciones de habla hispana.

El país también supo tener un Banco de Desarrollo, que financió con crédito accesible y a largo plazo miles de proyectos de pequeñas, medianas y grandes empresas, en sectores como la petroquímica, la siderurgia, la celulosa y el papel, el cemento, la energía, la industria frigorífica y el aluminio. Pero colapsó, como tantas instituciones, por nuestra incapacidad para ver o defender el fondo de las cosas. Brasil todavía lo tiene y no sólo eso: es el principal e indiscutido motor de su sólido crecimiento industrial.

Ciertamente existen todavía objetivas dificultades. Pero la economía crece hoy en respuesta a las positivas variables macroeconómicas descriptas. Sin embargo, se necesita el diseño, formulación y despliegue de políticas microeconómicas aún más activas, explícitas, de la mayor generalidad y neutralidad posibles y -¿por qué no??más ambiciosas.

Del otro lado, contamos con un importante activo: en un país de sobrevivientes en todos los ámbitos, también los hay, y muchos, entre los empresarios.

Son los que resistieron sobre la base del coraje y la obstinación, y lo hicieron bajo la lupa arrogante de aquellos “economistas del subconsumo”, que aun miran de reojo.

Sobrevivieron al huracán devastador del atraso cambiario, las altas tasas de interés y la apertura ingenua de la economía. Mantuvieron sus fábricas y con ellas la esperanza del trabajo y la producción. Argentina, a no dudarlo, tiene en ellos un sólido reaseguro para la recuperación y el crecimiento.

El autor es empresario y vicepresidente de la Unión Industrial

DOMINGO 15 DE MAYO DE 2005

Ver en  LA NACION

 

 

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